martes, 17 de noviembre de 2015

James Hunt


Hay algo muy noble y al mismo tiempo muy trágico en esa necesidad de exhibir su grandeza, hasta el punto de estar dispuestos a morir por ello.




Devolver por miedo al fracaso



“Con 18 años pensé que por una vez haría algo bien en mi vida”. Empezó a correr con un Mini y descubrió su talento. Entró en contacto con el excéntrico aristócrata Lord Hesketh, cuyo equipo alcanzó notoriedad por sus extravagancias, y donde la explosiva personalidad de Hunt era perfecto anillo al dedo. En 1974 debutaron en Fórmula 1. Al año siguiente el británico ganó su primera carrera, en Holanda. En 1976 fue fichado por McLaren y al final de aquella temporada ya era campeón del mundo… Que todo fuera tan rápido encajaba en el molde de su contextura vital.

El piloto era un hombre con los instintos a flor de piel, y de esta fuente se alimentaba al volante. La adrenalina y su gen competitivo le guiaban tanto como la testosterona. “Sí, es cierto que a veces devolvía antes de las carreras”, recordaría el propio Hunt tras retirarse, “pero no porque tuviera miedo del riesgo que iba a correr como la gente sugería, sino por el miedo a fracasar, a no rendir en la carrera”. En 1976 y 1977 vivió sus momentos más sublimes como piloto. “Si te la pegas cuando vas a 240 km/h, no hay mucha diferencia a si te sales a 250...”, explicaba para justificar su audacia al volante, capaz de sacar partido a monoplazas inferiores.





La Fórmula 1 solo le interesaba para ganar

Su brutal competitividad le sumergía en el trance del pilotaje que explicarían sus airadas y desconcertantes reacciones con algunos de los comisarios que buscaban ayudarle tras varios incidentes de carrera. “Nunca dijo gracias a nadie, ni a mí, ni a Teddy Mayer, no creo que ni siquiera invitara nada a nadie todo el tiempo que estuvo con nosotros. Así era James. Si aquel título lo hubiera ganado Niki, posiblemente hubiera encontrado la forma de regalar un Rolex a cada empleado de Ferrari”.
A diferencia de Lauda y de todos los pilotos del presente, la Fórmula 1 era un estorbo fuera de las carreras para Hunt. “Nunca fui un trabajador, nunca me involucré mucho cuando estaba fuera del coche, sólo cuando entraba dentro de uno y comenzaba a conducirlo…”. Ciertamente, Hunt no vivía para correr, sino para la vida, y cuando dejó de contar con monoplazas competitivos creció su miedo a perderla. Fue él quien sacó a Ronnie Peterson de entre las llamas en Monza 78. Aquello le marcó y mermó su menguante motivación. “Nunca sentí placer por ser simplemente un piloto de carreras”. Cuando se rompió su Wolf en Mónaco 79, dijo adiós y no volvió a mirar atrás.
La arrogancia, una forma de camuflar la inseguridad y la timidez
“Tenía carisma, era descarado e insolente, nada aburrido, e iluminaba la habitación en la que entraba”, decía de Hunt Alaistar Cadwell, 'team manager' de McLaren en 1976, y también asesor de 'Rush'. Jochen Mass, compañero de equipo aquel año, ilustraba con una anécdota su personalidad invasiva y desconsiderada, “llegué al box, y me encontré en una ocasión a Hunt en mi monoplaza, con los mecánicos trabajando alrededor, “no te preocupes Hermann (como le llamaba) le estoy mejorando. Y se quedó con el coche…”.

“James era un hombre muy tímido e inseguro” asegura su segunda esposa,Sarah Hunt, “y la arrogancia era una forma de camuflarlo”, diagnóstico que también confirmaba Sue, la madre del piloto. Alto, de voz profunda, de piernas largas y aspecto desgarbado, con una ligera inclinación de espalda permanente, su singular físico no se refleja en la película. “Tan pronto como empezó a tener éxito, también empezó a ganar confianza como piloto”, recordaba Teddy Mayer, el por entonces 'boss' de Hunt en McLaren, “y aquello le hizo comportarse como quería mientras fuera la estrella, le hizo una persona más salvaje, menos convencional de lo que ya era”. En torno a Hunt crecieron los champiñones de una corte que desapareció tan pronto dejó la Fórmula 1.




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